«Sólo sé que el espíritu es quien enferma. Y el espíritu es quien enriquece; las personas que han alcanzado la fortuna
es porque sus espíritus han viajado al reino espiritual de la riqueza»
(María Sabina)

Este artículo analiza la cosmovisión del pueblo mazateco desde un enfoque etnográfico, ontológico y simbólico. A partir del estudio de su estructura espiritual, sus prácticas rituales con plantas sagradas, su vínculo con el territorio y su comprensión del tiempo y la muerte, se presenta una visión del mundo que rompe con los dualismos occidentales. El texto incorpora fuentes clásicas y recientes, así como testimonios y descripciones desde el pensamiento indígena, para defender la vigencia y profundidad de este sistema filosófico originario.
La cosmovisión mazateca no constituye simplemente un sistema de creencias religiosas ni una serie de rituales aislados, sino una arquitectura ontológica profundamente relacional. En este universo, los vínculos prevalecen sobre las entidades, y la realidad se construye a partir de interacciones dinámicas entre humanos, no humanos, territorios sagrados, fuerzas espirituales y plantas maestras. Esta visión contrasta con las dicotomías occidentales —naturaleza/cultura, materia/espíritu, sujeto/objeto— al proponer una ontología donde cada elemento posee agencia y memoria.
Desde los años cincuenta del siglo XX, cuando Robert G. Wasson difundió las ceremonias con hongos sagrados, la espiritualidad mazateca atrajo la atención de investigadores, pero también de buscadores esotéricos y políticas estatales de control cultural. No obstante, una comprensión profunda de esta espiritualidad exige abandonar el paradigma exotizante y asumir que lo mazateco articula una epistemología alternativa, coherente, sofisticada y plenamente vigente (Manrique Rosado, 2010; Fernández de Armas, 2018).
La multiplicidad del alma
La antropología mazateca describe al sujeto como un entramado de elementos corporales y entidades anímicas cuya coexistencia armónica posibilita la salud física, emocional y espiritual. Estas entidades —que incluyen tonalli, yolotl o formas propias como chjine— no corresponden a meros arquetipos, sino a presencias efectivas susceptibles de desplazamiento, escisión o perturbación en circunstancias como el sueño, la enfermedad, el trance o el accidente (Manrique Rosado, 2013, pp. 93–94).
El alma no adopta una forma única ni inmutable. Posee partes que pueden viajar, comunicarse, aprender o incluso transformarse. La pérdida temporal de alguna de estas partes provoca síntomas que, desde una visión biomédica, podrían interpretarse como trastornos del ánimo o del sueño, pero que en el marco mazateco señalan una ruptura en el equilibrio vital. La curación, por tanto, no consiste en reprimir el síntoma, sino en restaurar la plenitud ontológica del individuo.
El curandero o chjota chjine actúa como mediador entre planos. A través de cantos, visiones inducidas y diálogo ritual, el sabio reconstruye el mapa espiritual del paciente y restituye las entidades extraviadas. Su función no se limita a lo terapéutico; también encarna un rol filosófico y cosmológico, al intervenir directamente en la armonía del universo (Incháustegui, 1994, pp. 36–56).
Palabra performativa y ontogénesis del lenguaje
La palabra mazateca no opera como instrumento neutral de transmisión de información, sino como acto creador con efectos tangibles sobre el mundo. Desde esta perspectiva, hablar, cantar, nombrar o guardar silencio constituye una forma de intervención en el orden de las cosas. Las fórmulas rituales, los rezos susurrados y las invocaciones cantadas activan energías invisibles que actúan sobre cuerpos, objetos y espíritus (Luna Ruiz, 2007, pp. 9–10).
Los curanderos describen el lenguaje ceremonial como «la medicina más poderosa», capaz de deshacer enfermedades, revelar verdades ocultas y proteger contra fuerzas adversas. Esta concepción encuentra su máxima expresión en el canto ritual. María Sabina, la sabia mazateca, no atribuía su poder a los hongos, sino a «la palabra» que de ellos emergía (Estrada, 2005, p. 57).
La existencia de un lenguaje silbado entre los mazatecos refuerza esta visión sonora del mundo. A diferencia de otras lenguas que privilegian la claridad articulatoria, el mazateco permite la comunicación mediante entonaciones silbadas, que resuenan en los paisajes montañosos y preservan la intimidad de los vínculos. La palabra se diluye en la vibración de los cerros, devolviéndole al sonido su dimensión sagrada.

Plantas maestras y epistemologías visionarias
En la espiritualidad mazateca, ciertas plantas adquieren el estatuto de entidades vivientes con voluntad, sabiduría y capacidad para enseñar. El término enteógeno, acuñado por investigadores contemporáneos para describir sustancias que «generan lo divino en el interior», se ajusta a medias a esta tradición: las plantas no provocan una alucinación, sino que abren portales a dimensiones reales que usualmente permanecen ocultas (Demanget, 2008; Bustos et al., 2022).
Los ndi xi tjo (hongos psilocibios), la Salvia divinorum, el ololiuqui y otras especies sagradas no se consumen de forma recreativa, sino en un contexto altamente estructurado de ritual, preparación y acompañamiento. Durante la ceremonia, la persona viaja hacia espacios míticos donde puede reencontrarse con ancestros, confrontar sus errores, identificar la causa de sus males y recibir directrices para su transformación interior (González Rubio, 2001, p. 76).
La epistemología mazateca no excluye la emoción ni la visión poética: el conocimiento emerge no sólo del análisis lógico, sino de la vivencia directa, de la imagen revelada, del símbolo encarnado. Desde esta perspectiva, la verdad no se deduce, sino que se escucha, se canta, se sueña. Por eso, los saberes que emergen del trance con enteógenos no constituyen ficciones, sino revelaciones que reorganizan el alma y el cuerpo.
Naturaleza animada y ética de la reciprocidad
En el universo simbólico mazateco, la naturaleza no se presenta como una realidad inerte ni como mero recurso utilitario. Cada elemento del entorno —montañas, ríos, cuevas, árboles, plantas, animales— manifiesta agencia, consciencia y deseo. Se configura así un sistema de relaciones entre especies basado en el reconocimiento mutuo y en el principio de reciprocidad (Demanget, 2008; Incháustegui, 2000).
Los mazatecos no «poseen» la tierra: la habitan en condición de parientes. Cada monte, cada manantial, cada espacio cultivable se encuentra vinculado a un dueño espiritual, un chicón, cuya voluntad debe consultarse antes de cualquier intervención. De allí que las prácticas agrícolas o recolectoras impliquen un conjunto de gestos rituales: ofrecer palabras, esparcir granos de cacao, enterrar monedas, derramar una bebida, o incluso explicarle a la planta el motivo de su recolección (Suaste Larrea, 1998, pp. 277–286).
«Cuando los mazatecos van a ocupar algún espacio territorial, primero realizan rituales para pedirle permiso y le entregan ofrendas como compensación. Al cortar honguitos o semillas, se les habla pidiéndoles disculpas» (González Rubio, 2001, p. 76).
Esta ética implica un reconocimiento de los derechos espirituales del entorno, lo cual contrasta radicalmente con la cosmovisión moderna basada en la explotación. El ser humano no asume un lugar de dominio, sino de participación dentro de una comunidad ecológica donde los vínculos se negocian constantemente.
Mito, dualidad y estructura del cosmos
El mundo mazateco se halla estructurado según una lógica de dualidad dinámica. Las deidades, los elementos y las fuerzas del cosmos despliegan capacidades tanto para sanar como para castigar, proteger o desintegrar, según el equilibrio ético del solicitante. A diferencia del pensamiento cristiano, que separa ontológicamente el bien del mal, el imaginario mazateco reconoce una zona de ambivalencia sagrada en la cual toda entidad puede actuar de modo benevolente o punitivo (Incháustegui, 1994).
El cosmos se organiza en tres planos: el inframundo (cuevas, ríos subterráneos, morada de los ancestros), el mundo visible (montañas, pueblos, templos, cuerpos) y el mundo celeste (nubes, relámpagos, estrellas, espíritus del trueno). Estas regiones no se ubican espacialmente, sino simbólicamente, y pueden manifestarse en un solo punto, según el rito que se efectúe.
Una figura central en esta cosmología es el Chicón Tokoxo, señor del trueno y del maíz, cuya esposa se vincula al agua rastrera (Chon Ndá Vee). Juntos, ellos sostienen el mundo como si fuera una mesa plana anclada sobre columnas en medio de un mar primordial (Incháustegui, 2000, p. 131).
Este sistema no presupone una escatología de castigo. La muerte no desemboca en infierno, sino en transformación. El alma del difunto debe atravesar un largo viaje durante el cual será ayudada por un perro negro a cruzar el río hacia el otro mundo (Moncada Durán, 2013).
Tiempo sagrado y calendario ritual
El calendario mazateco refleja una comprensión cíclica y cualitativa del tiempo, donde cada día, mes o ciclo conlleva una carga simbólica y ritual específica. El año se compone de 18 meses de 20 días, a los que se añaden cinco días adicionales (nemontemil), considerados como un período liminal donde el orden se suspende y se realizan actos de purificación o recogimiento (Villa Rojas, 1955, p. 91).
Este calendario, heredado de la tradición mesoamericana, permite sincronizar los ciclos agrícolas, los ritos de paso y las celebraciones de los muertos. Las fechas no se definen únicamente por su utilidad práctica, sino por su potencia espiritual. Cada día se asocia con signos, colores, deidades y emociones, y su elección para rituales depende del conocimiento acumulado por los sabios comunitarios.
Los mazatecos configuran el tiempo como una matriz viva: el presente nunca aparece aislado, sino entrelazado con el pasado mítico y el futuro soñado. En cada ceremonia, se reactualiza un origen y se prepara una regeneración.
Desplazamiento territorial y erosión espiritual
Durante el siglo XX, el pueblo mazateco padeció diversos procesos de despojo, desplazamiento y violencia simbólica que modificaron drásticamente su relación con el territorio y sus entidades espirituales. La construcción de las presas Miguel Alemán (1954) y Cerro de Oro (1974) sumergió bajo el agua decenas de pueblos, cementerios, montes sagrados y centros ceremoniales. Este fenómeno no solo alteró la geografía, sino que provocó una fractura cosmológica (Barabas y Bartolomé, 1999).
A estos impactos se sumaron la prohibición de prácticas rituales con plantas visionarias, la criminalización del chamanismo, el avance del catolicismo y el protestantismo, y la progresiva sustitución de los sistemas curativos tradicionales por modelos biomédicos ajenos al entorno. La figura del chjota chjine fue marginada o deslegitimada en muchos contextos.
No obstante, múltiples comunidades han impulsado una recuperación de sus prácticas, lenguas y calendarios. Existen proyectos de revitalización lingüística, medicina tradicional y etnobotánica comunitaria, así como propuestas de educación indígena que incorporan el saber ancestral a los programas escolares (Baéz, 2020; Luna Ruiz, 2007).
Hacia un reconocimiento ontológico
La cosmovisión mazateca no representa una superstición, ni una curiosidad cultural, sino una filosofía viva, una forma de habitar el mundo basada en el vínculo, la reciprocidad y la escucha. Su concepción del alma, del lenguaje, del entorno y del tiempo cuestiona profundamente la hegemonía epistemológica moderna y propone una alternativa plural, encarnada, relacional.
En un mundo herido por la fragmentación ontológica, el agotamiento ambiental y la soledad estructural, las voces indígenas reclaman no una integración subordinada, sino un reconocimiento pleno como formas legítimas de conocimiento, espiritualidad y existencia. La Sierra Mazateca aún resguarda esos saberes que, si se dignifican, podrían ofrecer a la humanidad no sólo respuestas filosóficas, sino rutas para la regeneración colectiva.
Referencias
- Bustos, S., Rodríguez, A., y Hernández, V. (2022). Psilocibina y medicina tradicional en la Sierra Mazateca: reflexiones desde la psiquiatría intercultural. Revista Médica de Oaxaca.
- Demanget, M. (2008). Naï Chaón y Chaón Majé: el Gran Trueno, entre aguas y montañas. En A. Lammel et al. (Eds.), Aires y lluvias. Antropología del clima en México (pp. 251–282). CIESAS.
- Estrada, A. (2005). Vida de María Sabina: la sabia de los hongos (13.ª ed.). Siglo XXI Editores.
- Fernández de Armas, L. (2018). La otra conciencia: enteógenos y conocimiento indígena en Mesoamérica. UNAM.
- González Rubio, E. (2001). La magia de los curanderos mazatecos: después de María Sabina. Publicaciones Cruz O.
- Incháustegui, C. (1994). La mesa de plata: cosmogonía y curanderismo entre los mazatecos de Oaxaca. Instituto Oaxaqueño de las Culturas.
- Luna Ruiz, X. (2007). Mazatecos. Pueblos indígenas del México contemporáneo. CDI.
- Manrique Rosado, L. (2013). Porque también somos espíritus. En M. A. Bartolomé y A. M. Barabas (Coords.), Los sueños y los días: chamanismo y nahualismo en el México actual: Vol. III. Pueblos de Oaxaca y Guerrero (pp. 93–108). INAH.
- Barabas, A. M., y Bartolomé, M. A. (1999). Configuraciones étnicas en Oaxaca: Perspectivas etnográficas para las autonomías (Vol. II). INAH-INI.
- Baéz, I. (2020). Territorios chamánicos y saberes indígenas. CIESAS.
- González Rubio, E. (2001). La magia de los curanderos mazatecos: después de María Sabina. Publicaciones Cruz O.
- Incháustegui, C. (2000). Entorno enemigo. Los mazatecos y sus sobrenaturales. Desacatos, (5), 127–137.
- Luna Ruiz, X. (2007). Mazatecos. Pueblos indígenas del México contemporáneo. CDI.
- Moncada Durán, G. (2013). Representan tradición mazateca del Día de Muertos. Síntesis, Puebla, 27 de octubre.
- Suaste Larrea, R. (1998). Religión, fiestas, mitos y ritos mazatecos. Iztapalapa, 2(44), 277–286.
- Villa Rojas, A. (1955). Los mazatecos y el problema indígena de la Cuenca del Papaloapan. Instituto Nacional Indigenista.